27.11.04

Bouvard et Pécuchet

Gustave Flaubert

Bouvard et Pécuchet Al cabo de dieciocho meses de búsquedas no habían encontrado nada. Hicieron viajes por todos los alrededores de París, desde Amiens hasta Evaux, desde Fointainebleau hasta el Havre. Querían una casa de campo que fuera campo de verdad, no les interesaba precisamente un sitio pintoresco, pero un horizonte limitado los entristecía. Huían de la vecindad de las casas y no obstante temían la soledad. A veces tomaban una decisión; después, por temor a arrepentirse más adelante, cambiaban de opinión, el lugar les parecía malsano, o expuesto al viento marino o demasiado próximo a una fábrica, o de difícil acceso.
Barberou los salvó.
Conocía sus sueños y un buen día fue a decirles que le habían hablado de una propiedad en Chavignolles, entre Caen y Falaise. Consistía en una finca de treinta y ocho hectáreas, con una especie de casa solariega y un huerto en plena producción.
Se trasladaron a Calvados y quedaron entusiasmados. Solo que por la granja y la casa (la una no se vendiía sin la otra) exigían ciento cuarenta mil francos. Bouvard no daba más de ciento veinte mil.
Pécuchet combatió su obstinación, le rogó que cediera; por fin declaró que completaría lo que faltaba. Era toda su fortuna, producto del patrimonio de su madre y de sus economías. Jamás había dicho una palabra de ello, reservando el capital para una gran oportunidad.
Todo fue pagado hacia fines de 1840, seis meses antes de jubilarse.
Bouvard no era más copista. Primero, desconfiando del futuro, había continuado sus funciones, pero renunció una vez seguro de la herencia. Sin embargo, volvía con gusto a la casa Descambos Hnos., y la víspera de su partida ofreció un ponche a todos los empleados.
Pécuchet, en cambio, estuvo desagradable con sus colegas y salió el último día golpeando brutalmente la puerta.
Tenía que vigilar los embalajes, efectuar un montón de encargos y compras y despedirse de Dumouchel.
El profesor le propuso un intercanvio epistolar para tenerlo al corriente de la literatura, y tras renovadas felicitaciones, les deseó buena suerte. Barberou se mostró más sensible al despedirse de Bouchard. Abandonó por él una partida de dominó, prometió ir a verlo, pidió dos anisetes y lo abrazó.
Ya en su casa, Bouvard, aspiró en el balcón una gran bocanada de aire, diciéndose: "¡Por fin!". Las luces de los muelles temblaban en el agua, se apaciguaba a lo lejos el rodar de los autobuses. Recordó los días felices pasados en la gran ciudad, las comidas a escote en el restaurante, las veladas teatrales, las habladurías de la portera, todas sus costumbres, y sintió un desánimo, una tristeza que no se atrevía a confesarse.
Hasta las dos de la mañana Pécuchet se paseó por su cuarto. Jamás volvería a él. ¡Gracias a Dios! Y sin embargo, por dejar algo suyo, grabó su nombre en el yesó de la chimenea.
La mayor parte del equipaje había partido la víspera. Los útiles de jardinería, las camas, los colchones, las mesas, las sillas, una estufa, la bañera y tres barricas de Borgoña irían por el Sena hasta el Havre; de allí serían expedidos a Caen, donde los esperaría Bouvard para hacerlos llegar a Chavignolles. Pero el retrato de su padre, los sillones, la licorera, los libros, el reloj, todos los objetos preciosos, fueron en un carro de mudanzas pasando por Nonancourt, Vernueil y Falaise. Pécuchet quiso acompañarlos. Se instaló en el imperial, junto al conductor vestido con su levita vieja, bufanda, mitones y calientapies del despacho. El domingo 20 de marzo al amanecer salía de la capital.
El movimiento y la novedad del viaje lo entretuvieron las primeras horas. Después los caballos aflojaron el paso y hubo discusiones con el conductor y el carretero. Elegían posadas execrables y aunque respondían de todo, Pécuchet, por exceso de prudencia, dormía en los mismos albergues.
Al día siguiente, al alba, reanudaba la marcha y el camino, siempre igual, se alargaba siguiendo la línea del horizonte. Se sucedían los metros de guijarros, las zanjas estaban llenas de agua, el campo se extendía en grandes superficies de un verde monótono y frío, corrían nubes por el cielo, de vez en cuando llovía; al tercer día de desencadenaron borrascas. El toldo del carro, mal atado, restallaba al viento como la vela de un navío. Pécuchet escondía la cara bajo la gorra y cada vez que abría la tabaquera, tenía que volverse para proteger sus ojos. En las sacudidas sentía oscilar el equipaje a sus espaldas y prodigaba las recomendaciones. Pero viendo que de nada servían, cambió de táctica; se mostró tolerante, complaciente; en las cuestas difíciles ayudaba a los hombres y llegó a pagarles un café con aguardiente después de la comida. A partir de aquel momento anduvieron con más rapidez, tanto que al llegar a Gaulburge se rompió un eje de la rueda y el carro quedó inclinado. Pécuchet examinó enseguida el interior: las tazas de porcelana se habían roto. Levantó los brazos y rechinando los dientes maldijo a los dos imbéciles, y la jornada siguiente tambien fue jornada perdida porque el carretero se emborrachó, pero colmada la copa de amargura, Pécuchet no tuvo fuerzas para quejarse. Bouvard abandonó París dos días más tarde para cenar una vez más con Barberou. Llegó al patio de la mensajería a último momento y se despertó frente a la catedral de Rouen; se había equivocado de diligencia.
Esa noche todos los asientos para Caen estaban vendidos. Sin saber qué hacer, fue al Teatro de las Artes, y sonreía a sus vecinos explicando que, retirado de sus negocios, había adquirido recientemente una propiedad por los alrededores. El viernes, cuando saltó a tierra en Caen, sus bultos no estaban. Los recibió el domingo y los expidió en una carreta, previniendo al granjero que los seguiría unas horas después.
En Falaise, el noveno día del viaje, Pécuchet tomo un caballo de refuerzo y hasta la puesta de sol todo anduvo bien. Pasando Bretteville abandonó el camino principal y se metió en un atajo creyendo ver a cada momento el tejado de Chavignolles. Pero las huellas de los carros se borraban, terminaron por desaparecer y se encontró en medio de campos arados. Caía la noche. ¿Qué hacer? Por fin Pécuchet abandonó el carro y chapoteando en el lodo avanzó en exploración. Al acercarse a las granjas los perros ladraban. Pécuchet gritaba con todas sus fuerzas preguntando por el camino; nadie contestaba. Se asustaba y salía a todo escape. De pronto brillaron dos faroles. Distinguió un cabriolé, se abalanzó para alcanzarlo. Bouvard estaba dentro.
¿Pero dónde andaría el carro de mudanza? Durante una hora lo llamaron a gritos en las tinieblas. Por fin apareció y llegaron a Chavignolles.
Un gran fuego de ramas y piñas ardía en la sala. Dos cubiertos los aguardaban. Los muebles transportados en la carreta obstruían el vestíbulo; no faltaba nada. Se sentaron en la mesa.
Les habían preparado una sopa de cebolla, un pollo, tocino y huevos duros. La vieja que cocinaba venía de vez en cuando a preguntarles si les gustaba. "¡Oh, está muy bueno, muy bueno!", le respondían; y el gran pan difícil de cortar, la crema fresca, las nueces, todo los deleitó. El embaldosado estaba roto, las paredes rezumaban humedad. Pero ellos paseaban en torno miradas satisfechas mientras comían en la mesita donde ardía una vela. El aire libre les había encendido la cara. Sacaban barriga apoyados en el respaldo de las sillas crujientes y se repetían:"¡Ya estamos aquí! ¡Qué felicidad! ¡Parece un sueño!".

Bouvard y Pécuchet (1881). Gustave Flaubert. Ed Tusquets. Traductora Aurora Bernárdez. (pag 21-24 )

7.11.04

La Plaça del Diamant: Capítol I

Mercè Rodoreda

La plaça del Diamant La Julieta va venir expressament a la pastisseria a dir-me que, abans de rifar la toia, rifarien cafeteres; que ella n'havia vistes: precioses, blanques, amb una taronja pintada, partida en dues meitats, que ensenyava els pinyols. Jo no tenia ganes d'anar a ballar, ni tenia ganes de sortir perquè m'havia passat el dia despatxant dolços, i les puntes dels dits em feien mal de tant d'estrènyer cordills daurats i de tant fer nusos i agafadors. I perquè coneixia la Julieta, que a la nit no li venia de tres hores i tant li feia dormir com no dormir. Però em va fer seguir vulgues no vulgues, perquè jo era així, que patia si algú em demanava alguna cosa i havia de dir que no. Anava blanca de dalt a baix: el vestit i els enagos emmidonats, les sabates com un glop de llet, les arracades de pasta blanca, tres braçalets rotllana que feien joc amb les arracades i un portamonedes blanc, que la Julieta em va dir que era d'hule, amb la tanca com una petxina d'or.
Quan vam arribar a la plaça els músics ja tocaven. El sostre estava guarnit amb flors i cadeneta de paper de tots colors; una tira de cadeneta, una tira de flors. Hi havia flors amb bombeta a dintre i tot el sostre era com un paraigua a l'inrevés, perquè els acabaments de les tires estaven lligats més enlaire que no pas al mig, on totes s'ajuntaven. La cinta de goma dels enagos, que havia patit molt per passar-la amb una agulla de ganxo que no volia passar, cordada amb un botonet i una nanseta de fil, m'estrenyia. Ja devia tenir un senyal vermell a la cintura, però així que el vent m'havia fet sortir per la boca la cinta tornava a fer-me el martiri.
L'entarimat dels músics estava voltat d'esparraguera fent barana i l'esparraguera estava guarnida amb flors de paper lligades amb filferro primet. I els músics suats i en mànigues de camisa. La meva mare morta feia anys i sense poder aconsellar-me i el meu pare casat amb una altra. El meu pare casat amb una altra i jo sense la meva mare que només vivia per tenir-me atencions. I el meu pare casat i jo joveneta i sola a la Plaça del Diamant, esperant que rifessin cafeteres, i la Julieta cridant perquè la veu li passés per damunt de la música, ¡No seguis que et rebregaràs!, i davant dels ulls les bombetes vestides de flor i les cadenetes enganxades amb pasta d'aigua i farina i tothom content, i mentre badava una veu a l'orella va dir-me, ¿ballem?
Mig d'esma vaig contestar que no en sabia i em vaig girar a mirar. Em vaig topar amb una cara que de tant a prop que la tenia no vaig veure prou bé com era, però era la cara d'un noi. És igual, em va dir, jo en sé molt i n'hi ensenyaré. Vaig pensar en el pobre Pere que en aquelles hores estava tancat al soterrani del Colón fent la cuina amb el davantal blanc, i vaig fer el disbarat de dir:
¿I si el meu promès ho sap?
Aquell noi es va acostar encara més a la vora i va dir rient, ¿tan petita i té promès? I quan va riure els llavis se li van estirar i li vaig veure totes les dents. Tenia uns ullets de mico i duia una camisa blanca amb ratlleta blava, amarada sota els braços, i amb el botó del coll descordat. I aquell noi tot d'una se'm va girar d'esquena i es va aixecar de puntetes i es va decantar d'uan banda a l'altra i es va tornar a girar de cara a mi i va dir, dispensi, i es va posar a cridar: ¡Ei!...¿que m'heu vist l'americana? ¡Estava al costat dels músics! ¡En una cadira! ¡Ei!... I em va dir que li havien pres l'americana i que tornava de seguida i si volia fer el favor d'esperar-lo. Es va posar a cridar: ¡Cintet!...¡Cintet!
La Julieta, de color canari, brodada de verd, va sortir de no sé on i em va dir, tapa'm que m'haig de treure les sabates... no puc més... Li vaig dir que no em podia moure perquè un jove que buscava l'americana i volia ballar amb mi de totes passades m'havia dit que l'esperés. I la Julieta va dir, balleu, balleu... I feia calor. Les criatures tiraven coets i piules per les cantonades. A terra hi havia pinyols de síndria i pels racons closques de síndria i ampolles buides de cervesa i pels terrats també engegaven coets, i pels balcons. Veia cares lluents de suor i nois que es passaven el mocador per la cara. Els músics contents i toquem. Tot com una decoració. I el pas doble. -em vaig trobar amunt i avall i com si vingués de lluny, de tan a la vora, vaig sentir la veu d'aquell noi que em deia, ¡veu com sí que en sap de ballar! I sentia olor de suor forta i olor d'aigua de colònia esbravada. I els ulls de mico lluents ran dels meus i a cada banda de la cara la medalleta de l'orella. La cinta de goma clavada a la cintura i la meva mare morta i sense poder-me aconsellar, perquè vaig dir a aquell noi que el meu promès feia de cuiner al Colón i va riure i em va dir que el planyia molt perquè al cap d'un any jo seria la seva senyora i la seva reina. I que ballaríem la toia a la Plaça del Diamant.
La meva reina , va dir.
I va dir que m'havia dit que al cap d'un any seria la seva senyora i que jo ni me l'havia mirat, i el vaig mirar i aleshores va dir, no em miri així, perquè m'hauran de collir de terra, i va ser quan li vaig dir que ell tenia els ulls de mico i vinga riure. La cinta a la cintura semblava un ganivet i els músics, ¡tararí! I la Julieta no es veia enlloc. Desapareguda. I jo amb aquells ulls al davant que no em deixaven com si tot el món s'hagués convertit en aquells ulls i no hi hagués cap manera d'escapar-me. I la nit anava endavant amb el carro de les estrelles i la festa anava endavant i la toia i la noia de la toia, tota blava giravoltant... La meva mare al cementiri de Sant Gervasi i jo a la Plaça del Diamant...¿Ven coses dolces? ¿Mel i confitures? I els músics, cansats, fincant les coses a dintre les fundes i tornant-les a treure de dintre les fundes perquè un veí pagava un vals per tothom i tots com baldufes. Quan el vals la gent va començar a sortir. Jo vaig dir que havia perdut la Julieta i aquell va dir que havia perdut en Cintet i va dir, quan estarem ben sols, tota la gent desada a dintre de les cases i els carrers buits, vostè i jo ballarem un vals de punta a punta a la Plaça del Diamant... volta que volta... Colometa. Me'l vaig mirar molt amoïnada i li vaig dir que em deia Natàlia i quan li vaig dir que em deia Natàlia encara riu i va dir que jo només em podia dir un nom: Colometa. Va ser quan vaig arrencar a córrer i ell corria al meu darrera, no se m'espanti...¿ que no veu que no pot anar tota sola pels carrers, que me la robarien?... i em va agafar pel braç i em va aturar. ¿Que no veu que me la robarien, Colometa? I la meva mare morta i jo aturada com una bleda i la cinta de goma a la cintura estrenyent, estrenyent, com si estigués lligada en una branqueta d'esparraguera amb un filferro.
I vaig tornar a córrer. I ell al meu darrera. Les botigues tancades amb la persiana de canaleta avall i els aparadors plens de coses quietes com ara tinters i secants i postals i nines i roba desplegada i pots d'alumini i gèneres de punt... I vam sortir al carrer Gran, i jo amunt, i ell al meu darrera i tots dos corrent, i, al cap d'anys, encara de vegades ho explicava, la Colometa, el dia que la vaig conèixer a la plaça del Diamant, va arrencar a córrer i davant mateix de la parada del tramvia, ¡pataplaf! els enagos per terra.
La nanseta de fil es va trencar i allà van quedar els enagos. Vaig saltar per sobre, vaig estar a punt d'enganxar-m'hi un peu i vinga a córrer com si m'empaitessin tots els dimonis de l'infern. Vaig arribar a casa i a les fosques em vaig tirar al llit, al meu llit de noia, de llautó, com si hi tirés una pedra. Tenia vergonya. Quan em vaig cansar de tenir vergonya, em vaig treure les sabates d'un cop de peu i em vaig desfer els cabells. I em Quimet, al cap d'anys, encara ho explicava com una cosa que ens acabés de passar, se li va trencar la cinta de goma i corria com el vent...
Tarda al cinema

Mercè Rodoreda


Diumenge, 2 de Juny.- Aquesta tarda amb en Ramon hem anat al Rialto. Quan hem entrat ja estàvem desavinguts i mentre ell comprava les entrades jo tenia ganes de plorar. I tot ha vingut per una ruqueria, ja ho sé. Ha començat així. Ahir em vaig ficar al llit a la una. Havia vetllat fins a les dotze per culpa del fil blau elèctric que havia perdut i sense fil no podia acabar l'smok. I la mare anava rondinant: "No saps mai què et fas de les coses, com el teu pare" per acabar-me de posar més nerviosa. El pare li va donar una mala mirada i s'anava traient els barbs del nas assegut davant de la taula amb el mirall de mà arrepenjat a l'ampolla del vi. A l'últim vaig trobar el fil i vaig poder acabar l'smok. Però encara havia de planxar la brusa i la faldilla. Em vaig ficar al llit baldada i vaig pensar una mica en en Ramon fins que em va venir la son. Avui, havent dinat, quan ha trucat jo ja estava vestida, amb tres roses al cap i tot. Ha entrat com un boig i sense ni mirar-se la brusa i la faldilla, tanta feina que havia tingut a planxar-les, se n'ha anat de dret cap al pare, que seia en el balancí mig endormiscat, i li ha dit: "En Figueres diu que més val que no omplim cap fitxa: ja m'ho pensava jo que l'havien ensarronat". El pare ha obert un ull, l'ha tornat a tancar de seguida i s'ha posat a gronxar-se. Però ell ha anat enraonant com si no veiés que el feia empipar i vinga dir que els refugiats havien de fer això i allò i en tota l'estona ni m'ha mirat. A l'últim m'ha dit: "Anem Caterina." I m'ha agafat pel braç i hem sortit al carrer. Jo li he dit: "Sempre dius coses per molestar-lo, també. Ets molt pesat." Però això no és res. A mig camí anàvem sense enraonar i tot d'una em deixa anar el braç. Oh , de seguida m'he adonat del que passava: per l'altra vorera, en sentit contrari, venia la Roser. Ell sempre em diu que amb la Roser només havien fet broma. Sí, sí, broma, però m'ha deixat anar. Ella ha passat tibada, sense mirar-nos. Jo li he dit: "En lloc de ser jo sembla que sigui ella la teva promesa." (Ara m'adono que he escrit tot aquest tros seguit, i la mestressa sempre em deia que de tant en tant fes punt i a part. Però com que això només ho escric per a mi m'és igual.)

Jo doncs tenia ganes de plorar mentre ell comprava les entrades, i el timbre del cinema encara em feia estar més trista. Jo tenia ganes de plorar perquè, en Ramon, me l'estimo i m'agrada quan fa aquella olor de quina el dia que va a casa del barber a fer-se tallar els cabells, encara que m'agrada més quan els porta una mica llargs i sembla Tarzan, de perfil. Jo ja sé que em casaré, perquè sóc maca, però vull casar-me amb ell. La mare sempre ho diu que acabarà a la Guaiana amb tant mercat negre. Però no en deurà fer tota la vida i ell diu que així ens podrem casar més de pressa. I potser té raó.

Ens hem assegut sense dir-nos res i la sala feia olor de zotal. Primer han fet les actualitats: ha sortit una noia que patinava i dresprés tot de bicicletes i després tres o quatre senyors asseguts al voltant d'una taula i aleshores ell s'ha posat a xiular i a picar de peus com si fos boig. El senyor que teníem davant s'ha girat i han anat discutint fins a l'acabament. Després han fet una pel·lícula de ninots que no m'ha agradat gens: hi sortien tot de vaques que enraonaven. A mitja part hem anat al bar a beure un Pampre d'Or i hi ha trobat un amic que li ha preguntat si tenia paquets de Camel i mitges de Nylon i ell ha contestat que la setmana que ve en tindrà perquè anirà a l'Havre. Jo pateixo quan és fora perquè encara que no ho digui sempre penso que l'agafaran i que li posaran les manilles.

Per culpa del mercat negre no hem vist el començament i quan anàvem a seure tothom rondinava perquè amb les soles de fusta faig molta fressa encara que camini a poc a poc. Els de la pel·lícula sí que s'estimàvem. Jo ho veig que nosaltres no ens estimem així. Hi havia una espia i un soldat i en acabar els afussellaven a tots dos. A les pel·lícules sempre és molt bonic perquè si els que s'estimen són desgraciats, pateixes una mica perquè penses que tot anirà bé; però quan jo ho sóc no ho sé mai si tot anirà bé. I si alguna vegada acaba malament, com avui, tota la gent està trista i tothom pensa: quina pena! Els dies que jo estic molt desesperada, com que ningú no ho sap, és pitjor. I si ho sabessin, tothom riuria. Quan ha vingut el tros més trist ell m'ha posat el braç sota l'espatlla i ja no hem estat tan enrabiats. Jo li he dit: "No vagis a l'Havre aquesta setmana." I una senyora de darrera ha fet: "Pst."

Ara he llegit tot això que acabo d'escriure i veig que no és ben bé el que volia dir. Sempre em passa igual: explico coses que de moment em sembla que tenen importància i després m'adono que no en tenen gens. Per exemple, tot allò del fil blau que ahir a la nit no podia trobar. Després, qualsevol que llegís aquest diari diria que penso que en Ramon no m'estima i jo crec que sí que m'estima encara que sembli que només pensa en comprar i vendre porqueries. El que voldria saber explicar és que, encara que gairebé sempre estigui trista, en el fons estic contenta. Si algú llegís això es faria un tip de riure. Jo ja ho sé que sóc una tanoca, i el pare sempre diu que ell és un beneit, i això al capdavall és el que em fa estar més trista perquè penso que serem un parell de desgraciats. Però, mira...
Candide (capítol 1)


Voltaire

Candide Hi havia a Westfàlia, al castell del senyor baró de Thunder-ten-tronckh, un minyó al qual la natura havia concedit el tarannà més dolç. La seva fesomia anunciava la seva ànima. Tenia el judici prou dret i l'esperit més simple; és per això, em penso, que li deien Càndid. Els criats antics de la casa sospitaven que era fill de la germana del senyor baró i d'un bo i honrat gentilhome del veïnat, que la dita senyoreta no havia volgut prendre per marit perquè no havia pogut provar sinó setanta-un quarters, i la resta del seu arbre genealògic havia estat malmesa per la injúria del temps.
El senyor baró era un dels més poderosos senyors de Westfàlia, perquè que la seva casa tenia portes i finestres. Àdhuc la seva sala principal era ornada amb una tapisseria. Tots els gossos plegats dels seus corrals podrien, si calia, formar una canilla; els seus palafreners eren els seus picadors; el vicari del poble era el seu gran almoiner. Tots li deien monsenyor i reien quan explicava contes.
La senyora baronessa, que pesava prop de tres-centes cinquanta lliures, es guanyava per aquest fet una gran consideració, i feia els honors de la casa amb una dignitat que encara la tornava més respectable. La seva filla Cunegunda, de disset anys d'edat, era de color pujat, fresca, grassa, apetitosa. El fill del baró semblava en tot digne del seu pare. El preceptor Pangloss era l'oracle de la casa, i el petit Càndid escoltava les seves lliçons amb tota la bona fe de la seva edat i del seu caràcter.
Pangloss ensenyava la metafisico-teòlogo-cosmolo-ximplologia. Provava admirablement que no hi ha efecte sense causa, i que en aquest món, el millor dels mons possibles, el castell de monsenyor el baró era el més bell dels castells, i la senyora, la millor de les baronesses possibles.
«És cosa demostrada - deia- que les coses no poden ésser d'altra manera; perquè, essent fet tot per a un fi, tot és necessàriament a fi de bé. Noteu com els nassos han estat creats per a suportar les ulleres; per això mateix n'hi ha, d'ulleres. Les cames són visiblement instituïdes per a portar calces, i tenim calces. Les pedres han estat fetes per a ésser picades i per a fer-ne castells; així, el senyor baró té un magnífic castell: al baró més gran de la província li pertoca d'ésser el més ben allotjat; i, com que els porcs són fets per a ésser menjats, mengem porc tot l'any; per consegüent, aquells qui han dit que tot està bé, han dit una ximpleria; cal dir que tot està el millor possible.»
Càndid escoltava atentament i creia innocentment; perquè trobava la senyoreta Cunegunda extremament bella, per bé que mai no tingué la gosadia de dir-li-ho. Concloïa que, després de la felicitat d'haver nascut baró de Thunder-ten-tronckh, el segon grau de la felicitat era d'ésser la senyoreta Cunegunda; el tercer, de veure-la cada dia; el quart, d'escoltar el mestre Pangloss, el filòsof més gran de la província, i, per consegüent, de tota la terra.
Un dia Cunegunda, tot passejant vora el castell, en el bosquet que anomenaven parc, va veure entre dues bardisses el doctor Pangloss, que donava una lliçó de física experimental a la cambrera de la seva mare, noieta bruna molt bonica i dòcil. Com que la senyoreta Cunegunda tenia molta disposició per a les ciències, observà sense dir piu les experiències reiterades de què va ésser testimoni; va veure clarament la raó suficient del doctor, els efectes i les causes, i va tomar tota agitada, tota consirosa, tota plena del desig d'ésser sàvia, pensant que ella podria molt bé ésser la raó suficient del jove Càndid, que també podria ésser la seva.Va trobar Càndid en tornar al castell i va enrojolar-se. Ella li va dir el bon dia amb veu entretallada; i Càndid li va parlar sense saber el que deia. I l'endemà, en havent dinat, quan es llevaven de taula, varen trobar-se darrera un paravent; Cunegunda va deixar caure el seu mocador, Càndid el va collir; ella li retingué la mà innocentment; el minyó va besar innocentment la mà de la donzella amb una vivacitat, una sensibilitat i una gràcia ben particulars; llurs boques varen ajuntar-se, llurs mans es varen esgarriar. El senyor baró Thunder-ten-tronckh va passar a prop del paravent, i, en veure aquella causa i aquell efecte, va llançar Càndid del castell a puntades de peu al darrera. Cunegunda va desmaiar-se; la baronessa cuità a bufetejar-la així que va retornar-se, i tothom va consternar-se en el més bell i el més agradable dels castells possibles.