Bouvard et Pécuchet
Gustave Flaubert
Al cabo de dieciocho meses de búsquedas no habían encontrado nada. Hicieron viajes por todos los alrededores de París, desde Amiens hasta Evaux, desde Fointainebleau hasta el Havre. Querían una casa de campo que fuera campo de verdad, no les interesaba precisamente un sitio pintoresco, pero un horizonte limitado los entristecía. Huían de la vecindad de las casas y no obstante temían la soledad. A veces tomaban una decisión; después, por temor a arrepentirse más adelante, cambiaban de opinión, el lugar les parecía malsano, o expuesto al viento marino o demasiado próximo a una fábrica, o de difícil acceso.
Barberou los salvó.
Conocía sus sueños y un buen día fue a decirles que le habían hablado de una propiedad en Chavignolles, entre Caen y Falaise. Consistía en una finca de treinta y ocho hectáreas, con una especie de casa solariega y un huerto en plena producción.
Se trasladaron a Calvados y quedaron entusiasmados. Solo que por la granja y la casa (la una no se vendiía sin la otra) exigían ciento cuarenta mil francos. Bouvard no daba más de ciento veinte mil.
Pécuchet combatió su obstinación, le rogó que cediera; por fin declaró que completaría lo que faltaba. Era toda su fortuna, producto del patrimonio de su madre y de sus economías. Jamás había dicho una palabra de ello, reservando el capital para una gran oportunidad.
Todo fue pagado hacia fines de 1840, seis meses antes de jubilarse.
Bouvard no era más copista. Primero, desconfiando del futuro, había continuado sus funciones, pero renunció una vez seguro de la herencia. Sin embargo, volvía con gusto a la casa Descambos Hnos., y la víspera de su partida ofreció un ponche a todos los empleados.
Pécuchet, en cambio, estuvo desagradable con sus colegas y salió el último día golpeando brutalmente la puerta.
Tenía que vigilar los embalajes, efectuar un montón de encargos y compras y despedirse de Dumouchel.
El profesor le propuso un intercanvio epistolar para tenerlo al corriente de la literatura, y tras renovadas felicitaciones, les deseó buena suerte. Barberou se mostró más sensible al despedirse de Bouchard. Abandonó por él una partida de dominó, prometió ir a verlo, pidió dos anisetes y lo abrazó.
Ya en su casa, Bouvard, aspiró en el balcón una gran bocanada de aire, diciéndose: "¡Por fin!". Las luces de los muelles temblaban en el agua, se apaciguaba a lo lejos el rodar de los autobuses. Recordó los días felices pasados en la gran ciudad, las comidas a escote en el restaurante, las veladas teatrales, las habladurías de la portera, todas sus costumbres, y sintió un desánimo, una tristeza que no se atrevía a confesarse.
Hasta las dos de la mañana Pécuchet se paseó por su cuarto. Jamás volvería a él. ¡Gracias a Dios! Y sin embargo, por dejar algo suyo, grabó su nombre en el yesó de la chimenea.
La mayor parte del equipaje había partido la víspera. Los útiles de jardinería, las camas, los colchones, las mesas, las sillas, una estufa, la bañera y tres barricas de Borgoña irían por el Sena hasta el Havre; de allí serían expedidos a Caen, donde los esperaría Bouvard para hacerlos llegar a Chavignolles. Pero el retrato de su padre, los sillones, la licorera, los libros, el reloj, todos los objetos preciosos, fueron en un carro de mudanzas pasando por Nonancourt, Vernueil y Falaise. Pécuchet quiso acompañarlos. Se instaló en el imperial, junto al conductor vestido con su levita vieja, bufanda, mitones y calientapies del despacho. El domingo 20 de marzo al amanecer salía de la capital.
El movimiento y la novedad del viaje lo entretuvieron las primeras horas. Después los caballos aflojaron el paso y hubo discusiones con el conductor y el carretero. Elegían posadas execrables y aunque respondían de todo, Pécuchet, por exceso de prudencia, dormía en los mismos albergues.
Al día siguiente, al alba, reanudaba la marcha y el camino, siempre igual, se alargaba siguiendo la línea del horizonte. Se sucedían los metros de guijarros, las zanjas estaban llenas de agua, el campo se extendía en grandes superficies de un verde monótono y frío, corrían nubes por el cielo, de vez en cuando llovía; al tercer día de desencadenaron borrascas. El toldo del carro, mal atado, restallaba al viento como la vela de un navío. Pécuchet escondía la cara bajo la gorra y cada vez que abría la tabaquera, tenía que volverse para proteger sus ojos. En las sacudidas sentía oscilar el equipaje a sus espaldas y prodigaba las recomendaciones. Pero viendo que de nada servían, cambió de táctica; se mostró tolerante, complaciente; en las cuestas difíciles ayudaba a los hombres y llegó a pagarles un café con aguardiente después de la comida. A partir de aquel momento anduvieron con más rapidez, tanto que al llegar a Gaulburge se rompió un eje de la rueda y el carro quedó inclinado. Pécuchet examinó enseguida el interior: las tazas de porcelana se habían roto. Levantó los brazos y rechinando los dientes maldijo a los dos imbéciles, y la jornada siguiente tambien fue jornada perdida porque el carretero se emborrachó, pero colmada la copa de amargura, Pécuchet no tuvo fuerzas para quejarse. Bouvard abandonó París dos días más tarde para cenar una vez más con Barberou. Llegó al patio de la mensajería a último momento y se despertó frente a la catedral de Rouen; se había equivocado de diligencia.
Esa noche todos los asientos para Caen estaban vendidos. Sin saber qué hacer, fue al Teatro de las Artes, y sonreía a sus vecinos explicando que, retirado de sus negocios, había adquirido recientemente una propiedad por los alrededores. El viernes, cuando saltó a tierra en Caen, sus bultos no estaban. Los recibió el domingo y los expidió en una carreta, previniendo al granjero que los seguiría unas horas después.
En Falaise, el noveno día del viaje, Pécuchet tomo un caballo de refuerzo y hasta la puesta de sol todo anduvo bien. Pasando Bretteville abandonó el camino principal y se metió en un atajo creyendo ver a cada momento el tejado de Chavignolles. Pero las huellas de los carros se borraban, terminaron por desaparecer y se encontró en medio de campos arados. Caía la noche. ¿Qué hacer? Por fin Pécuchet abandonó el carro y chapoteando en el lodo avanzó en exploración. Al acercarse a las granjas los perros ladraban. Pécuchet gritaba con todas sus fuerzas preguntando por el camino; nadie contestaba. Se asustaba y salía a todo escape. De pronto brillaron dos faroles. Distinguió un cabriolé, se abalanzó para alcanzarlo. Bouvard estaba dentro.
¿Pero dónde andaría el carro de mudanza? Durante una hora lo llamaron a gritos en las tinieblas. Por fin apareció y llegaron a Chavignolles.
Un gran fuego de ramas y piñas ardía en la sala. Dos cubiertos los aguardaban. Los muebles transportados en la carreta obstruían el vestíbulo; no faltaba nada. Se sentaron en la mesa.
Les habían preparado una sopa de cebolla, un pollo, tocino y huevos duros. La vieja que cocinaba venía de vez en cuando a preguntarles si les gustaba. "¡Oh, está muy bueno, muy bueno!", le respondían; y el gran pan difícil de cortar, la crema fresca, las nueces, todo los deleitó. El embaldosado estaba roto, las paredes rezumaban humedad. Pero ellos paseaban en torno miradas satisfechas mientras comían en la mesita donde ardía una vela. El aire libre les había encendido la cara. Sacaban barriga apoyados en el respaldo de las sillas crujientes y se repetían:"¡Ya estamos aquí! ¡Qué felicidad! ¡Parece un sueño!".
Bouvard y Pécuchet (1881). Gustave Flaubert. Ed Tusquets. Traductora Aurora Bernárdez. (pag 21-24 )
Gustave Flaubert
Al cabo de dieciocho meses de búsquedas no habían encontrado nada. Hicieron viajes por todos los alrededores de París, desde Amiens hasta Evaux, desde Fointainebleau hasta el Havre. Querían una casa de campo que fuera campo de verdad, no les interesaba precisamente un sitio pintoresco, pero un horizonte limitado los entristecía. Huían de la vecindad de las casas y no obstante temían la soledad. A veces tomaban una decisión; después, por temor a arrepentirse más adelante, cambiaban de opinión, el lugar les parecía malsano, o expuesto al viento marino o demasiado próximo a una fábrica, o de difícil acceso.
Barberou los salvó.
Conocía sus sueños y un buen día fue a decirles que le habían hablado de una propiedad en Chavignolles, entre Caen y Falaise. Consistía en una finca de treinta y ocho hectáreas, con una especie de casa solariega y un huerto en plena producción.
Se trasladaron a Calvados y quedaron entusiasmados. Solo que por la granja y la casa (la una no se vendiía sin la otra) exigían ciento cuarenta mil francos. Bouvard no daba más de ciento veinte mil.
Pécuchet combatió su obstinación, le rogó que cediera; por fin declaró que completaría lo que faltaba. Era toda su fortuna, producto del patrimonio de su madre y de sus economías. Jamás había dicho una palabra de ello, reservando el capital para una gran oportunidad.
Todo fue pagado hacia fines de 1840, seis meses antes de jubilarse.
Bouvard no era más copista. Primero, desconfiando del futuro, había continuado sus funciones, pero renunció una vez seguro de la herencia. Sin embargo, volvía con gusto a la casa Descambos Hnos., y la víspera de su partida ofreció un ponche a todos los empleados.
Pécuchet, en cambio, estuvo desagradable con sus colegas y salió el último día golpeando brutalmente la puerta.
Tenía que vigilar los embalajes, efectuar un montón de encargos y compras y despedirse de Dumouchel.
El profesor le propuso un intercanvio epistolar para tenerlo al corriente de la literatura, y tras renovadas felicitaciones, les deseó buena suerte. Barberou se mostró más sensible al despedirse de Bouchard. Abandonó por él una partida de dominó, prometió ir a verlo, pidió dos anisetes y lo abrazó.
Ya en su casa, Bouvard, aspiró en el balcón una gran bocanada de aire, diciéndose: "¡Por fin!". Las luces de los muelles temblaban en el agua, se apaciguaba a lo lejos el rodar de los autobuses. Recordó los días felices pasados en la gran ciudad, las comidas a escote en el restaurante, las veladas teatrales, las habladurías de la portera, todas sus costumbres, y sintió un desánimo, una tristeza que no se atrevía a confesarse.
Hasta las dos de la mañana Pécuchet se paseó por su cuarto. Jamás volvería a él. ¡Gracias a Dios! Y sin embargo, por dejar algo suyo, grabó su nombre en el yesó de la chimenea.
La mayor parte del equipaje había partido la víspera. Los útiles de jardinería, las camas, los colchones, las mesas, las sillas, una estufa, la bañera y tres barricas de Borgoña irían por el Sena hasta el Havre; de allí serían expedidos a Caen, donde los esperaría Bouvard para hacerlos llegar a Chavignolles. Pero el retrato de su padre, los sillones, la licorera, los libros, el reloj, todos los objetos preciosos, fueron en un carro de mudanzas pasando por Nonancourt, Vernueil y Falaise. Pécuchet quiso acompañarlos. Se instaló en el imperial, junto al conductor vestido con su levita vieja, bufanda, mitones y calientapies del despacho. El domingo 20 de marzo al amanecer salía de la capital.
El movimiento y la novedad del viaje lo entretuvieron las primeras horas. Después los caballos aflojaron el paso y hubo discusiones con el conductor y el carretero. Elegían posadas execrables y aunque respondían de todo, Pécuchet, por exceso de prudencia, dormía en los mismos albergues.
Al día siguiente, al alba, reanudaba la marcha y el camino, siempre igual, se alargaba siguiendo la línea del horizonte. Se sucedían los metros de guijarros, las zanjas estaban llenas de agua, el campo se extendía en grandes superficies de un verde monótono y frío, corrían nubes por el cielo, de vez en cuando llovía; al tercer día de desencadenaron borrascas. El toldo del carro, mal atado, restallaba al viento como la vela de un navío. Pécuchet escondía la cara bajo la gorra y cada vez que abría la tabaquera, tenía que volverse para proteger sus ojos. En las sacudidas sentía oscilar el equipaje a sus espaldas y prodigaba las recomendaciones. Pero viendo que de nada servían, cambió de táctica; se mostró tolerante, complaciente; en las cuestas difíciles ayudaba a los hombres y llegó a pagarles un café con aguardiente después de la comida. A partir de aquel momento anduvieron con más rapidez, tanto que al llegar a Gaulburge se rompió un eje de la rueda y el carro quedó inclinado. Pécuchet examinó enseguida el interior: las tazas de porcelana se habían roto. Levantó los brazos y rechinando los dientes maldijo a los dos imbéciles, y la jornada siguiente tambien fue jornada perdida porque el carretero se emborrachó, pero colmada la copa de amargura, Pécuchet no tuvo fuerzas para quejarse. Bouvard abandonó París dos días más tarde para cenar una vez más con Barberou. Llegó al patio de la mensajería a último momento y se despertó frente a la catedral de Rouen; se había equivocado de diligencia.
Esa noche todos los asientos para Caen estaban vendidos. Sin saber qué hacer, fue al Teatro de las Artes, y sonreía a sus vecinos explicando que, retirado de sus negocios, había adquirido recientemente una propiedad por los alrededores. El viernes, cuando saltó a tierra en Caen, sus bultos no estaban. Los recibió el domingo y los expidió en una carreta, previniendo al granjero que los seguiría unas horas después.
En Falaise, el noveno día del viaje, Pécuchet tomo un caballo de refuerzo y hasta la puesta de sol todo anduvo bien. Pasando Bretteville abandonó el camino principal y se metió en un atajo creyendo ver a cada momento el tejado de Chavignolles. Pero las huellas de los carros se borraban, terminaron por desaparecer y se encontró en medio de campos arados. Caía la noche. ¿Qué hacer? Por fin Pécuchet abandonó el carro y chapoteando en el lodo avanzó en exploración. Al acercarse a las granjas los perros ladraban. Pécuchet gritaba con todas sus fuerzas preguntando por el camino; nadie contestaba. Se asustaba y salía a todo escape. De pronto brillaron dos faroles. Distinguió un cabriolé, se abalanzó para alcanzarlo. Bouvard estaba dentro.
¿Pero dónde andaría el carro de mudanza? Durante una hora lo llamaron a gritos en las tinieblas. Por fin apareció y llegaron a Chavignolles.
Un gran fuego de ramas y piñas ardía en la sala. Dos cubiertos los aguardaban. Los muebles transportados en la carreta obstruían el vestíbulo; no faltaba nada. Se sentaron en la mesa.
Les habían preparado una sopa de cebolla, un pollo, tocino y huevos duros. La vieja que cocinaba venía de vez en cuando a preguntarles si les gustaba. "¡Oh, está muy bueno, muy bueno!", le respondían; y el gran pan difícil de cortar, la crema fresca, las nueces, todo los deleitó. El embaldosado estaba roto, las paredes rezumaban humedad. Pero ellos paseaban en torno miradas satisfechas mientras comían en la mesita donde ardía una vela. El aire libre les había encendido la cara. Sacaban barriga apoyados en el respaldo de las sillas crujientes y se repetían:"¡Ya estamos aquí! ¡Qué felicidad! ¡Parece un sueño!".
Bouvard y Pécuchet (1881). Gustave Flaubert. Ed Tusquets. Traductora Aurora Bernárdez. (pag 21-24 )